Un caldo indigesto de Fernando Castro Floréz.


El hombre, ese singular animal omnívoro (como la rata, el cerdo o la cucaracha), consigue, por medio de la comida, fundar comunidad; ese acto de comer, que tiene que ver con la muerte, también implica un intenso placer. Carolyn Korsmeyer ha señalado en El sentido del gusto. Comida, estética y filosofía (Ed. Paidós, Barcelona, 2002) que en cualquier acto de comer se puede descubrir que lo que se destruye o se consume pierde su propia identidad mientras ayuda a mantener la del otro: «El hambre y su satisfacción se alternan perpetuamente en este ambiente de cambio continuo. Mihail Bajtin señala que a través del acto de comer "el cuerpo transgrede [...] sus propios límites: traga, devora, desgarra el mundo, se enriquece y se desarrolla a expensas del mundo. El encuentro de un hombre con el mundo, que tiene lugar dentro de la boca que muerde, desgarra y mastica, es uno de los más antiguos y más importantes objetos del pensamiento y la imaginería humanos"». No cabe duda de que un sentido tan importante como el del gusto ha sido históricamente marginado en beneficio de los prodigios de la vista o de las armonías que el oído capta.

Soy lo que como. Y, sin embargo, como dijo Brillat-Savarin en uno los «aforismos de catedrático» que abren su Fisiología del gusto (Ed. Iberia, Barcelona, 1999), «dime lo que comes, y te diré quien eres». Todavía está por realizarse una Historia de la cultura desde el punto de vista de la comida, en la que seguramente encontrarían acomodo las llamadas a la frugalidad de Epicuro o la contemporánea gastronomía molecular; la rareza de Jesucristo que, según Valentín, comía y bebía, pero no defecaba, o la aberrante llamada a devorar niños lanzada por el Marqués de Sade. De lo suculento a lo asqueroso, de lo salado a lo ácido, del recetario al bocadillo, del bodegón a la estética relacional (vale recordar las «comidas» de Tiravanija), la comida, literalmente, da que pensar.

Gran parte del arte contemporáneo es más indigesto que cruel o despiadado: tenemos el empacho como consecuencia de las cantidades increíbles de golosinas que nos hemos tragado. Alejados de aquel tiempo (vanguardista) de los histriones, hoy nos hipnotiza el espectáculo de la gesticulación. Desde la Mierda de artista (1961), de Piero Manzoni, a las maquinaciones «culinarias» de McCarthy; desde Hot Dog (1974) a Death Ship (1981) o fotografías de Cindy Sherman, como Untitled # 175 (1987), lo asqueroso y abyecto ha terminado por ser normativo, uniendo la repugnancia y el sarcasmo.

Resistencias. Tanto las imágenes de Pasolini en Saló (1975) de los jóvenes desnudos devorando mierda, cuanto la visión tremenda de la niña de El exorcista vomitando al cura cuando intenta arrojar al demonio al exterior, provocan en el espectador una resistencia, mientras en la contemporánea escatología decorativa, que podemos ejemplificar con trabajos recientes de La Carnicería Teatro, el público asume el «desastre» desde la mayor de las complicidades.

«Asco de una comida -escribe Julia Kristeva en Poderes de la perversión (Ed. Siglo XXI, México, 1988)-, de una suciedad, de un deshecho, de una basura. Espasmos y vómitos que me protegen. Repulsión, arcada que me separa y me desvía de la impureza, de la cloaca, de lo inmundo. Ignominia de lo acomodaticio, de la complicidad, de la traición. Sobresalto fascinado que hacia allí me conduce y allí me separa». Desde el principio, encontramos una singular ambivalencia en el vómito (eso «disgustante» que está más allá del discurso de la estética), en esa sugerencia de algo que, simultáneamente, repele y protege, como si fuera un fármaco (veneno y antídoto).

Lo malo conocido. Es indudable que lo vomitado no es tan extraño como pudiera parecer; se trata, ni más ni menos, de lo que acabamos de comer, de algo que retorna inconvenientemente. Podríamos pensar que esa reacción que corta la digestión y convierte a la boca en inusual foco de expulsión de la comida revela el proceso de violencia y corrupción que nos permite seguir vivos, esto es, mantener la muerte como demora: comemos y vamos completando la decadencia o, mejor, la putrefacción. En el fondo de la comida aparece lo desagradable, sea en la alegoría de la vanidad del mundo del género de la naturaleza muerta, en la crudeza con la que Mona Hatoum muestra en el vídeo Garganta profunda (1996) la actividad de tragar, en una exhibición de los procesos corporales invisibles, o en el Traje anoréxico (1992) de Jana Sterbac, donde indaga en la dimensión o los roles femeninos en la comida.

El museo, tan «omnívoro» como el hombre, ha introducido en sus salas la comida y sus rituales, ya sean los sedimentos en las mesas de Spoerri o las paletas gastronómicas de José Ramón Amondarain. La exposición Comer o no comer, comisariada por Darío Corbeira en el Centro de Arte Contemporáneo de Salamanca en 2002, ha sido hasta el momento una de las mejores aproximaciones al fenómeno estético de la comida. Pero, sin ningún género de dudas, el acontecimiento que más ríos de tinta ha desatado ha sido la selección de Ferran Adrià para la actual Documenta de Kassel. Los comentarios a favor y en contra surgieron desde que se notificó que el cocinero estaría en esa gran cita artística. La rueda de prensa inaugural fue, sin ningún género de dudas, lamentable. El cocinero más prestigioso del mundo vino a decir que agradecía el «reconocimiento» que se le hacía y revelaba su gran proyecto: no haría nada en la ciudad alemana, sino que seguiría con lo suyo en El Bulli, verdadero templo del «arte gastronómico» al que serían invitados cada día dos afortunados.

Cuesta creer que un tipo tan astuto como Adrià esté tan seriamente afectado por un delirio ególatra. ¿Qué le ha llevado a pensar que cuando a un «artista» se le invita a Kassel lo que sucede es que le están «homenajeando»? Lo que se suponía que tenía que haber realizado es, con un poco de modestia que es lo que le falta, un trabajo. En su inconsecuencia, ha ofendido a todos los demás artistas que acudieron a la cita para trabajar y que fueron eclipsados por un espectáculo mediático demencial. Algunos periódicos españoles lanzaron las campanas al vuelo, entronizando más, si eso es posible, a un cocinero que ha perdido el norte de la sensatez. Tanto marketing, tanta experimentación, todos los premios recibidos, han terminado por desubicarle. ¿Qué necesidad tiene la cocina de ser reconocida como un arte? Parece ser que Ferran Adrià recurrió al «asesoramiento» de una hija de Arzak que trabaja en el Guggenheim de Bilbao para perpetrar su solemne tontería de convertir su presencia en Kassel en un acto patético de «legitimación artística» de la alta cocina. Para ese camino tan indocumentado no hacía falta consultar ni a la más desacreditada de las pitonisas.

Por méritos sublimes. El pabellón G de la Documenta vendría a ser como la esencia aristotélica (lo que ya era ser). Resulta que El Bulli era, por méritos sublimes, Arte (así, con mayúsculas para que nadie cuestione la cosa). Lo único que ha conseguido Adrià con su bulliciosa irrupción en el mundo del arte contemporáneo es desacreditarse y mostrar una enorme ignorancia. Podría -estoy seguro de ello- haber realizado una intervención brillante e ingeniosa como su comida, pero ha preferido colgarse una medalla más y cacarear unas cuantas paridas a los cuatro vientos. «Toda cocina -escribe al comienzo de El vientre de los filósofos. Crítica de la razón dietética (Ed. Perfil, Buenos Aires, 1999) Michel Onfray- revela un cuerpo al mismo tiempo que un estilo, si no un mundo». La cocción artística de Ferran Adrià se quedó en «agua de borrajas»; su estilo pretencioso y, al mismo tiempo, deconstructor es radicalmente contemporáneo. Su frivolidad en Documenta nos obliga a ponerle a caldo.
(ABC de las artes y las letras. 8 sep. 2007

No hay comentarios: